Creer y no creer. Giorgio Agamben

Creer y no creer

En 1973, escribiendo La convivialidad, Illich preveía que la catástrofe del sistema industrial culminaría en una crisis que habría inaugurado una nueva época. «La parálisis sinérgica del sistema que la alimentaba provocará el colapso general del modo de producción industrial… En un tiempo muy breve la población perderá confianza no solamente en las instituciones dominantes, sino también en aquellas específicamente adaptadas a gestionar la crisis. El poder, aquel de las instituciones contemporáneas, de definir valores (como la instrucción, la velocidad de movimiento, la salud, el bienestar, la información, etc.) se disolverá de golpe puesto que será patente su carácter ilusorio. Cumplirá el rol de detonador de la crisis un acontecimiento imprevisible, y quizás de poca monta, como el pánico de Wall Street que llevó a la Gran Depresión… De un día al otro, importantes instituciones perderán toda respetabilidad, cualquier legitimidad, junto a la reputación de servir al bien público».
Es bueno reflexionar sobre las razones y los modos en los cuales estas profecías, sustancialmente correctas, luego de casi medio siglo no se han confirmado (aun si muchos síntomas parecen afirmar su actualidad). El modo de producción industrial y el poder que lo acompaña continúan existiendo, aun habiendo perdido toda respetabilidad y toda credibilidad. Illich no podía imaginar que un sistema pudiese mantenerse a través de la pérdida de toda credibilidad –a saber, que los hombres continuarían actuando según modelos y principios en los cuales no creían más, que la falta de fe, el ser oligopistos (Mt., 14-31), deviniese la condición normal de la humanidad (y ciertamente la responsable en hacer aceptable la pérdida de la fe, había sido sobre todo la Iglesia, transformando en un paquete de dogmas la proximidad entre el corazón y la palabra que estaba en cuestión en Pablo, Rm. 10, 6-10).
Un sistema –como aquel que tenemos en frente nuestro– que da por descontado que no se crea más en él, que se funda, a saber, propiamente sobre la apistia y sobre la falta de fe, es un adversario, a la vez, frágil y particularmente difícil de combatir. Acumula, de hecho, incesantemente un crédito que no tiene, así como, en última instancia, son incobrables los créditos a partir de los cuales los bancos fundan su poder. El dinero no funciona porque se crea en él, sino precisamente porque él es la forma misma de la falta de fe (como Marx había entrevisto, propiamente esta ausencia de fe constituye el carácter teológico de la mercancía: no se puede tener fe en lo que se puede vender y comprar). Sustituyendo a la Iglesia, los bancos administran sabia e irresponsablemente a la ausencia de fe que define nuestro mundo, ellos son los levitas y los sacerdotes de la nueva irreligión de la humanidad.
¿Cómo pensar una estrategia frente a tal adversario? Es ciertamente vano denunciar la incredulidad e ilegitimidad, del momento en que –como se ha visto con claridad durante la así llamada pandemia– él es el primero en exhibirla y reivindicarla. Su punto débil no está tanto en la falta de fe sino, más bien, en la mentira a partir de la cual se cree constreñido. Invencible, precisamente, sería solamente un poder que, fundado sobre la incredulidad, decidiese no hablar e hiciera un voto de silencio. Los poderes que hoy pretenden gobernarnos no hacen más que hablar y enunciar juicios; contradiciendo así su más íntima naturaleza, parecen en algún modo creer y exigir fe.
Adviene aquí, en realidad, algo más complicado y sutil. Para aquel que no cree, todo discurso es falso, dado que a la falta de fe le corresponde solamente el silencio. Como aquel personaje de los Demonios, él ni cree creer ni cree no creer. Si cree, como parece hoy en todos lados advenir, en la propia incredulidad, destruye el fundamento mismo sobre el cual se regía. Creer no creer es la peor de las mentiras, en la cual quien la profiere no puede más que quedar encarcelado. Y es esta mentira –y no, como sugería Illich, el hecho de que los hombres no le creen más– la que conducirá al sistema a la ruina.

15 de diciembre de 2025, Giorgio Agamben

Glosa marginal del traductor
Por breve y directa que sea la intervención, no ha de ser menospreciada su relevancia, puesto que, por el contrario, ofrece tanto una estrategia para salir de la catástrofe en curso, como también, es un ejemplo patente de las dificultades del pensamiento agambeniano para efectivamente ir más allá de la catástrofe.
Se trata de una reelaboración de una posición previamente sostenida hace ya 25 años en las últimas páginas del inolvidable seminario El tiempo que resta. Allí, al discutir la comprensión jurídica de la verdad foucaulteana, desarrolla la expresión paulina de la fe en tanto que testimonio extrajudicial y espiritual de la verdad; testimonio de la buena nueva que es compartida al expresarse del corazón a la boca. Se trata de una confesión, que al testimoniarse, otorga y comparte el bien absoluto de la buena. Por ello, el performativum fidei va más allá de las particularidades del dispositivo jurídico. Aquí, sin embargo, es necesario multiplicar las preguntas para obtener, eventualmente, mayor claridad y precisión: ¿Cómo impedir que el derecho se absolutice y destruya en meras partes el don indivisible e inseparable de la buena nueva si la fe no se unifica en un dogma o símbolo? ¿Qué es un dogma? ¿Qué es un símbolo? ¿Hay una articulación política sin dimensión simbólica? ¿No corre el riesgo la fe de quedar, no solamente sin vínculo alguno con el ámbito del derecho, sino también, en el infierno de la alegoría, la letra y la indecisión si renuncia al juramento y al dogma? ¿No debería, también, una fe desprendida de todo símbolo y dogma reducirse a un voto al silencio? Nada de esto ha sido lo suficientemente aclarado. Ciertamente, a su vez, el Apóstol en 1 Cor. 15 claramente estableció la resurrección de Cristo y del cuerpo como confesión de fe dogmática, vinculante e innegociable.
Joseph Ratzinger en un artículo de tono decididamente polémico llamado «Contradicciones en Hans Küng» notó que una de las evoluciones posconciliares más preocupantes y enojosas es la creciente asimilación del catolicismo a una identidad meramente histórica como puede serlo una identidad estatal, el ser francés o español, cuando, por el contrario, en el catolicismo está en juego una opción espiritual –un resto– tan delimitada como trascendente e inapropiable. De aquí, un proceso de disolución del catolicismo en la privacidad de la desorientación de un mero partido o una mera perspectiva relativa que no ha dejado de exacerbarse; el olvido de la relevancia del dogma para sintetizar la unidad espiritual y la orientación de la acción en el mundo. Ratzinger describe la disputa en curso como un antiguo conflicto del catolicismo: «La claridad diáfana de la fe en la claridad de la confesión verbal señala propiamente con limpieza la línea de demarcación que separa la predicación neotestamentaria de la interpretación gnóstica, que se apoya precisa y sustancialmente sobre la ilimitada libertad de interpretación de la palabra y del pensamiento, así como sobre la presunta imposibilidad de fijación lingüística del pensamiento. La lucha contra la gnosis fue en sustancia una lucha por la profesión de fe contra el arbitrio en la interpretación, una lucha que aspiraba a defender la posibilidad de afirmaciones verdaderas y realmente vinculantes de la palabra, una lucha, finalmente, por la fe, susceptible de exteriorizarse en fórmulas o proposiciones». Una concepción de la fe y del lenguaje completamente disolventes difícilmente planteen alguna afrenta real a un sistema profundamente espectral.
Todavía más: es importante recordar que Benjamin definió al capitalismo como una religión sin dogma. ¿Por qué sin dogma? Sobre todo por ser paganizante, esto es, por cierta falta de claridad conceptual y racionalidad; esto permitiría la sensación de pertenencia a una comunidad aun cuando esta gire en el vacío, de manera tal, que sea posible dejar de lado que allí no hay nada en común. Es cierto: en este mismo sentido, indicar que es sin dogma resulta una simplificación; es, más bien, un sistema que cree dogmáticamente en no creer en ningún dogma. Solamente una fe que pueda ser profesada y jurada explícitamente; solamente una fe sostenida en un dogma que sobrepasa todo arbitrio veleidoso subjetivo cuenta con la potencia para escapar de las garras del sistema bancario basado en la creencia dogmática en que no cree en dogmas.

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